23 de septiembre de 2009

¿Metacómic?

A mí la cosa ésta del cómic actualmente me desborda. Me resulta imposible escoger qué leer. Hay un exceso de oferta, mucha en géneros que a priori no me gustan: el manga o los superhéroes serían los mejores ejemplos. O que empiezo a considerar pesados: la ya cansina autobiografía catárquica, que sin pensar mucho incluye títulos como ¿Por qué he matado a Pierre? –Alfred & Olivier Ka-, Mis circunstancias –Lewis Trondheim-, Fun Home –Alison Bechdel-, Stuck Rubber Baby –Howard Cruse-, Shenzhen –Guy Delisle-, etc… Muchos de los cuales me encantan, pero ya empieza a abrumarme…

Siempre me parece que en cine o literatura me defiendo mejor. Pero, en fin, hay miles de informantes de cómics en la red, si bien el cómic es un medio dado a los fans de adhesiones sin fin, y hay que saber mirar. O pedir a quien sabe qué te gusta. Este es mi caso, en el que cuento con tres gurús que me hacen, cuando llega el caso, recomendaciones personales (gracias todas a Absence, Malarrama, y Malapeor). Ya no recuerdo quién fue de los tres el que me llevó hasta El bulevar de los sueños rotos, obra de Kim Deitch (con la colaboración de su hermano Simon y publicada gracias a las artes de Art Spiegelman, si bien desconozco la participación real de cada cual en que el libro tal y como es llegue a nuestras manos). No crean, algunas de estas recomendaciones no las sigo, simplemente las ojeo y me doy cuenta de que no me encajan. Y comprar cómics tontamente –ya que verlos en la web me parece un sinsentido- es un ejercicio caro: son buenas ediciones y volúmenes bellos, pero de lectura demasiado rápida. Y el libro de Deitch… Digamos que la estética underground y la presencia de un gato parlante me llevaban rápido a la obra de Robert Crumb, que me suele desagradar –perdón por la generalización sin más explicaciones- por su excesivo feísmo. Y, no obstante…

El bulevar de los sueños rotos cuenta la historia de un estudio de animación en el que trabaja el brillante animador Ted Mishkin, hermano de uno de los directivos de la casa, a su vez amante de la ilustradora a quien Ted ama platónicamente. Ted tiene visiones que canaliza en su obra. ¿Y qué ve? Un gato, de nombre Waldo, que le hace funciones de conciencia y de diablo. Waldo es en realidad el verdadero protagonista de la historia, una ensoñación paranoica encarnación de los deseos y de la locura creativa, en un delirio mental a medias entre la lucidez y la neurosis, que acaba siendo protagonista mediante un psicodrama creativo de los mejores cartoons de la productora.

Waldo y el protagonista
La historia de la animación como arte incluye un homenaje a sus inicios que para Deitch y hermanos debe ser emocionante por ser hijos de un pionero, Gene Deitch, pero da una vuelta de tuerca al mito de la misma. La animalización de caracteres es pesadillesca y resulta desagradable, la ‘disneyización’ del cartoon no es precisamente un hecho de criterios estéticos, y los personajes sufren también la caza de brujas. Y todo ello sobre el paralelismo continuo entre creación y locura, en que los mejores momentos suceden y las mejores obras se crean en un manicomio, y en que se incide en la incapacidad de un artista verdadero para tener una vida digamos saludable.

En efecto, la estética es la del comic feísta y abigarrado del underground; cada viñeta está llena de elementos, de la obra narrada en sí, de la obra que crean Mishkin y sus colegas, de los elementos del circo y la atracción de feria que rodean a Waldo como ensoñación surreal y a los inicios de la animación. El blanco y negro es una opción moral, que huye del color blandurrio sólo sospechable en el personaje que desea introducir los modos Disney en la productora.

Ante todo este carrusel, debo reconocer que me he acordado de Charlie Kaufman… ¿Se reflexiona el cómic a sí mismo? ¿Se retrata como arte como hacen o intentan hacer desde hace años los autores literarios o cinematográficos? ¿No está más acusado de falta de madurez por haber sido despreciado como medio/arte más (falsamente) infantil durante décadas? Ya sé que esto es cómic y lo que retrata es animación, no exactamente lo mismo, y que el cine como experiencia de masas da para otros discursos, y que... Bueno, que los artistas se retratan es claro, todas esas autobiografías lo demuestran. Uno puede ver rastros de dibujantes o animadores formando parte de la trama en ese Guy Delisle que va a Pyongyang a trabajar en lo suyo, o en Art Spiegelman dibujando sobre la montaña de cadáveres de Auschwitz que le dan éxito, dinero y un Pulitzer. Hasta en Harvey Pekar curándose un cáncer dibujándolo a diario. Pero la implicación emocional con el acto creativo no es tan compleja como aquí. Y por supuesto el cómic puede ser de profundidad superior a los otros artes, y no hay mejor ejemplo que Alan Moore para ello (que, a fin de cuentas, hizo algo con el final de Watchmen que tiene que ver con esto). Pero el de Kim Deitch es un retrato Kaufmaniano sobre la creación, que no veo tan frecuentemente trasladado al comic, o bien me faltan lecturas y formación para ello. Como si todavía no hubieran llegado el Fellini o el Joyce de este arte. En fin, interpelaré a mis gurús. Con un poco de suerte, puede que descubra más joyitas.
Waldo y el autor (vía The Daily Cross Hatch)


10 de septiembre de 2009

Miradas insumisas

Si algún éxito puede tener esta entrada es que consiga convencer a los cinéfilos heterosexuales de que le echen un ojo a este libro: Vale, ya han cerrado esta entrada más de la mitad de las visitas... ¿Por qué sería un éxito? Porque este libro, sobre todo, habla de cómo vemos el cine. De cómo lo entendemos, de cómo nos apropiamos de sus imágenes, de cómo el público mira una pantalla y da el sentido final a las películas que un director y su equipo hacen, y de cómo sucede esto según sus condicionantes biográficos y culturales. Eso, para un cinéfilo, un aficionado a la narración visual y al sentido de las imágenes, debiera ser de interés.
Pero, claro, el tema que interesa a Alberto Mira (un apellido que ni pintado) es el del subtítulo del libro ‘Gays y lesbianas en el cine’, y el libro incluye una muy documentada, prolija, y francamente interesante historia de la homosexualidad en el cine; entendida esta homosexualidad como explícita, implícita, oculta, armarizada, objeto de voyeurismo o de placer, inserta en la mirada del espectador, basada en una autoría gay de directores, guionistas, atrezzistas o coreógrafos, que fuera obvia o llena de simbolismos subculturales…
El caso es que esta historia que ocupa la segunda parte del libro es obviamente indisociable de la propia historia del cine, y de la representación de los tabúes sociales en el mismo. Es inseparable del carácter industrial del cine estadounidense, y del arte y ensayo europeos, como lo es del asociacinismo por la acción política tradicional de los EE.UU. frente a la privacidad intelectual como actitud de Europa. Me pregunto si Alberto Mira consideraba al escribir lo normalizador del enfoque en sí, aquel que toma hitos cinematográficos e históricos y ve su influencia en el cine de cada época: el código Hays, el fin del sistema de grandes estudios, la nouvelle vague y el movimiento de Derechos Civiles, Stonewall y la muerte de Judy Garland, o el conservadurismo reaccionario de los ochenta y la aparición del SIDA.
No obstante, a pesar de la contundencia de esta historia en la que no falta nada relevante de los cines norteamericano y europeo, creo que lo más disfrutable y adecuado del libro sucede en la primera parte, que Mira dedica a describir la mirada insumisa, la que permite ver, reconocer y apropiarse de códigos, la que luego permite ‘entender’ por qué el musical, o Disney, o los melodramas de Sara Montiel, o Top Gun, pueden mirarse como algo más de lo que parecen.
Reivindicar la libertad de mirar e interpretar no es cosa tonta. Mira ha escrito su ensayo-río escuchando en un blog a todos los que querían dejarle su opinión, y ha constatado las diferencias en la mirada de los homosxuales que han participado. Ha estudiado la evolución (escasa) de la crítica oficial, y la del activismo gay (poco cinéfila) hacia lo que llama la ‘mirada queer’, menos militante y más reivindicativa de opciones más abiertas y positivas. Ha mirado todo y ha intentado comprender con moderación que no hay mirada que no deba escucharse o intentar explicar, huyendo de la confrontación dialéctica tan del gusto de todocinéfilo.
En resumen, todo un gusto (y un apetito) en el que está casi todo lo que es (hasta 2005), que gana frente a los abundantes estudios americanos por el completo análisis del cine español, y que se convierte en fuente bibliográfica fundamental (por lo comentada con criterio) en la búsqueda de cine desconocido que, horror, me queda por ver en grandes cantidades.
Pero, por supuesto, la mirada insumisa que ejerce el autor es en este caso homosexual, homosocial, homoerótica. Por tradición e historia, es una mirada no permitida, que se activaba según la posibilidad y los códigos que había en cada momento. El reto se cifre en que habiendo estado obligado el homo a mirar como hetero, ¿puede suceder al revés? Yo conozco casos gloriosos, aunque no sean frecuentes. De ahí el reto planteado al principio: ¿algún hetero cinéfilo en la sala? Digánmelo, ¡hagan feliz al autor!








2 de septiembre de 2009

En la boca del lobo

¡Qué libro apasionante este! Crónicas desde Berlín (1930-1936) es el conjunto de crónicas que durante esos años envió desde Berlín para su publicación en el diario madrileño ‘Ahora’ el periodista catalán Eugenio Xammar.
Xammar fue coetáneo, amigo y colega de varios hombres de oro del periodismo español de los treinta: Chaves Nogales (su editor en ‘Ahora’ y que ha sido recientemente reeditado en España), Pla (con quien compartía algo que podemos llamar ‘catalanismo’), Maeztu, Camba, etc… Hombres de prosa abundante y fluída, de una lectura sencilla, directa y denotativa. Algo que Xammar, figura reverenciada por varios de ellos, y que cayó en el olvido como varios de sus colegas por no adscribirse con devación y sin análisis a ninguno de los bandos de la Guerra Civil, cumple con creces.

El conjunto de reseñas o columnas periodísticas no es género que precisamente me haya apasionado cuando lo he podido hojear. Incluso me parece aconsejable huir de los libros que usando este modelo publican Javier Marías o Arturo Pérez-Reverte, recopilando sus tantas veces falsarias e histriónicas columnas de suplemento dominical. Pero en este libro de Eugenio Xammar se conjuran varios hechos que hacen de su lectura una experiencia apabullante:

- Xammar está en y escribe desde la verdadera boca del lobo de la Historia del siglo XX. Y lo hace sin saber lo que viene después, sin tener la representación del nazismo y sus consecuencias en la cabeza. Mediante crónicas objetivas, Xammar asiste a la desintegración progresiva de un régimen democrático por una dictadura ascendida electoralmente al poder, y cuya ideología nacionalista racial y expansiva va infiltrando sin pausa el fantasma de la guerra en Europa

- las crónicas son un modelo de prosa objetiva sin artificio ni aparatosidad, a pesar del control sobre la prensa extranjera que ejerce el régimen, y de que Xammar entiende bien los mecanismos de censura del sistema. No por ello se deja la ironía en el camino, sutil y acertada, ni un estilo que en verdad traiciona los objetivos que él mismo da a su profesión: la ‘descripción de los hechos’ que aparentemente explicita. Más que un estilo descriptivo o neutral, se trata de dar el mensaje verdadero entre las líneas que reflejan calma y reflexión, frente a la grandilocuencia exaltada nazi (o la marxista, que también comparece)

- Xammar escribe para España, para la España de la República que tenía fresca la experiencia de la absurda dictadura de Miguel Primo de Rivera. Sus crónicas terminan obviamente en julio de 1936, unos días antes del golpe franquista. Pero la ironía de analizar Alemania como dictadura desde la perspectiva ‘demócrata liberal’ de España es una impresión fuerte de la Historia para el lector.

- las abstrusas maniobras políticas para acaparar el poder internamente en Alemania (noche de los cuchillos largos, legislación contra judíos, eugenesia, incendio del Reichstag, control de prensa, anulación ‘legalista’ de la Constitución de Weimar, y la constante labor del Ministerio de Propaganda reforzando los anunciados y esperados discursos del Führer) se alternan con la entrada brutal de la Alemania de entreguerras en la política internacional (abandono de la Sociedad de Naciones, denuncia del Pacto de Locarno y petición de igualdad de los derechos militares decididos en Versalles, para acabara en la primavera del 36 con la militarización de Renania, dando lugar a un relato histórico arrollador, del que sólo se pueden esperar más páginas, lamentando que éstas tuvieran que acabar en 1936, cuando desde el futuro sabemos que empezaba lo más crudo del invierno. Xammar era el hombre adecuado en el momento justo, pero la Historia (en general, y el franquismo en particular) nos escamoteó que pudiera seguir siéndolo, y que nos contara la mayor de las guerras desde su epicentro.