29 de enero de 2011

Paisaje con hombres y aves


¡Qué solo me ha dejado el final abrupto del Diario de un cazador, la siguiente novela de Miguel Delibes con la que continúo la tarea de completar su obra principal tras su muerte hace unos meses!

No es del todo sencillo acostumbrarse al devenir y a las palabras de Lorenzo, el modesto bedel de instituto que escribe un diario en que además de hablar de su trabajo, de los avances con la chica que le gusta, o de su familia y amigos y sus vicisitudes, relata con esmero y cariño de apasionado su afición por la caza. No es fácil por mi parte porque ni aprecio la caza como actividad ni niego que por ello psicológicamente haya negado la posibilidad de leer este libro durante años, aunque supiera bien que 1955 no es 1995, por ejemplo en ninguna parte del mundo. Pero el libro, en mi opinión y para subrayar mi esperable error, no debe leerse dogmáticamente como si fuera una apología de la actividad cinegética, puesto que no lo es. Para las reseñas, la caza es el sueño e ilusión de liberación de un hombre nacido en un entorno y momento opresivos, que se traducen en problemas continuos en sus relaciones laborales, familiares y sentimentales. Pero yo discrepo, la caza no deja de ser otra lucha (pero no contra los animales), pues Lorenzo no entiende esta afición del mismo modo que varios de sus amigos cazadores, lo que en ocasiones supera el enfrentamiento dialéctico, y llega a conflictos morales con consecuencias. Lorenzo es un hombre sencillo y sin formación que se busca la vida y racionaliza con justicia los conflictos a su alrededor, siempre en la medida que las estrecheces se lo permiten. Si trasciende, y con él lo hace Delibes, es por no caer en tremendismo o desesperación, siendo la caza, sus preparativos, lugares, avatares, estilos y periodos los motivos de superación a los que el envolvente lenguaje acaba también por incorporar al lector.


Como es frecuente en Delibes, la grandeza de adoptar el idioma ‘ajeno’ (en este caso el de un hombre común que escribe para sí mismo, al que su trabajo permite apreciar el valor de expresarse lo mejor posible), se combina con un lenguaje que en parte hemos olvidado y cuya sencilla sonoridad me emociona como reflejo no ya de un idioma rico y ‘antiguo’, sino como de una vida con aspectos por otro lado superados (¡y menos mal!). El diario me trae palabras de infancia y juventud, las que mi padre, castellano viejo, solía decir antes mucho más que ahora. Párrafos fascinantes como el que cierra esta entrada lo corroboran. Y demuestran cómo Delibes mira de frente a su personaje y le trata de igual a igual. Aunque, en efecto, el lector actual pueda encontrar una barrera en este lenguaje de otra sociedad y época, por mucho que seamos sus hijos, además de los obviamente presentes términos de caza, a veces técnicos, a veces recuerdo de otros tiempos.

No leer este Diario de un cazador también me frenó la lectura de los dos siguientes, el Diario de un emigrante y el Diario de un jubilado, que serán los siguientes libros de Delibes que ahora sí lea. De este modo me reintegraré a la vida de Lorenzo, que me ha echado de ella en un momento de pudorosa superación que reúne, en magnífica elipsis, varios años –creo- de vida.

Cuando se largaron me despaché a mi gusto con Aquilino. No tengo pepita en la lengua y por primera providencia le dije que me había empatado, ya que me prometió que la Jabalí [*] sería mía por cuatro cuartos. Él me preguntó por el dinero que llevaba y le dije lealmente que quinientas. El cipote se echó a reir y me salió con que qué quería hacer con esa miseria. ¡No te giba! Ya le dije que no lo echase a barato, porque me había hecho la santísima. Él se atocinó y se puso a voces, que lo que no podía hacer era colocar un guardia a la puerta, y que yo había visto lo mismo que él, que el individuo ese vino por ella por derecho. Le dije lealmente que en ese plan no podíamos entendernos. El tío cambió de tono y me salió con que si no me iba esquinado con él y que cómo estaba la madre. Labia no le falta al marrajo, pero lo cierto es que me ha hecho la tana. Mejor le pintaría si no se le fuera toda la fuerza por la boca. En vista del éxito me haré un traje con los cuartos de la Jabalí.

[*] nombre de una escopeta a subasta


Foto de Miguel Delibes escopeta al hombro realizada por Chema Conesa


17 de enero de 2011

La casa (grande) de mi padre


Una lectura superficial de Bilbao-New York-Bilbao, el libro con que Kirmen Uribe ganó el Premio Nacional de Narrativa en 2009, rendiría un texto sentimental, incluso algo blandito si se quiere. Algo que curiosamente también sucedía con el aún más sorprendente mismo premio que recibió la anterior novela escrita en euskera que lo ganó: Un tranvía en SP, de Unai Elorriaga (2002). Uribe y Elorriaga pertenecen a la misma generación (a saber qué nombre les dará la historia), ambos escriben en euskera, y son escritores que representan una renovación frente a los anteriores narradores vascos más reconocidos (Saizarbitoria, Atxaga, Lertxundi).

Para salir de Bilbao por barco (vía lalitaporfavor)
Sin embargo, yo creo que en el caso de Bilbao-New York-Bilbao, no estamos ante un libro sentimentaloide o que busque la emoción fácil. Creo que para bien o para mal, la visión y capacidad poéticas de un autor con atención delicada al detalle, anterior poeta, y procedente de una tradición literaria oral, inundan el libro. Kirmen Uribe explica desde el principio que intenta hacer literatura sencilla y clara; quiere contar la historia de tres generaciones de su familia, pero no lo hace al modo de las sagas literarias sino de forma fragmentaria, explicando al lector a la vez que (aparentemente) a sí mismo cómo ha conseguido los materiales, con qué familiares y amigos tuvo que hablar, y cuáles son los documentos históricos de interés. La fragmentación y la búsqueda de sencillez llevan posiblemente a resumir y centrar con buena economía una historia ya mil veces contada. Uribe integra también con maestría en el relato vida familiar y circunstancias políticas y sociales, sin atisbos de denuncia ni interés demagógico en ello, reflejando en su mesura mayor calado descriptivo. Estos son los logros, a los que cabe añadir por mi parte el reconocimiento sentimental pero bien llevado de lugares que obviamente puede compartir cualquier lector vizcaíno con Uribe (y no es tanta tontería como parece: el propio Uribe diserta sobre la necesidad de tradición literaria en euskera, y, trasponiéndolo, es obvio que a un lector barcelonés o madrileño le es mucho más sencillo –y por ello tiene más superado- encontrar literatura tanto moderna como tradicional en que encajar geográfica e históricamente con precisión sus propias vida y familia).

El cielo sobre Bilbao (vía :Beebop:)
¿Acaso hay cosas que no son logros? Algunas, sí, que creo que proceden del origen poético del autor. Cierta tendencia a explicar imágenes de gran expresividad, que posiblemente aclaran la fuerza de las metáforas que plantea a la vez que subraya innecesariamente. Algo de sumisión mecánica al paralelismo de su viaje en avión a NYC con las travesías pesqueras de sus antepasados. Y poca fuerza en varios personajes secundarios, tal vez demasiados para un libro de apenas 200 páginas.

En cualquier caso, el resultado es un libro bonito donde sentir y aprender un pedazo de historia y cultura vascas de modo emotivo, pero también resulta un texto esperanzador como voz personal que pretende experimentar en la autoficción tan de moda, sumarse a las corrientes literarias internacionales, no sólo sin perder unas raíces que dan sentido a su literatura, sino descubriendo la conexión vital entre esa tradición y la supuesta (post)modernidad. El poema final, sencillo como los de la poeta polaca Wislawa Szymborska, a quien Uribe tanto admira, es un final lúcido, estupendo, y pleno de conocimiento.

Kirmen, que conferencias mucho en los EE.UU. (vía sientemag)







2 de enero de 2011

La sabiduría del loco


Hace 17 años, cuando aún estudiaba ciencia y me fascinaba cómo describir el mundo mediante ecuaciones, bien exclusivamente empíricas, bien ajustadas a modelos teóricos, un compañero de doctorado me pasó una edición del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein. Aunque tenía en mi maleta muchos menos libros que a estas alturas del viaje (o tal vez por eso), fui capaz de entender bastante bien el libro, e incluso recuerdo haber escrito varios folios sobre las ideas en él recogidas. Se produjo en cierto modo uno de esos momentos mágicos respecto a la comprensión del mundo que a veces depara la ciencia, o, en este caso, la lógica.

Ahora, al recuperar el libro al adquirir una nueva edición, he vuelto a leer el Tractatus, en parte por la lectura reciente de Logicomix), donde Wittgenstein es personaje importante y el Tractatus una obra esencial, y en parte por comprobar el engranaje de mi cerebro ante un reto intelectual que en el pasado creí superar con éxito. Desgraciadamente, no he encontrado aquellas páginas en las que podía haber comparado cómo ha pasado el tiempo por mis neuronas. O si mi lectura e interpretación del texto fueron resultado más del entusiasmo juvenil que de la reflexión serena. A fin de cuentas, el loco Wittgenstein también era febrilmente joven al escribirlo, y tal vez sin fiebre juvenil el libro es otro. Él mismo acabó rechazándolo por dogmático e incompleto en su madurez.


¿Cuál ha sido el resultado del experimento? Una lectura menos febril, aunque más rápida. Menos febril porque decidí no pararme en cada afirmación del autor, que organiza el texto siguiendo un desarrollo de sentencias que va relacionando mediante indexación, pero más rápida por la misma razón. Menos atenta al detalle de la noción lógica en la descripción del mundo, por tenerla más olvidada, pero menos militante en sentencias y artes más gratuitas, como toda la referida al misterioso mundo místicorreligioso del que no podemos hablar.

Pero, por raro que parezca, lo peculiarmente atractivo que he encontrado en las dos lecturas de este libro es un inesperado aliento poético. Inesperado porque esto es lenguaje de la ciencia, descripción de la matemática con que explicar el mundo. Pero explicable en cuanto Wittgenstein proclama que es el lenguaje y su obligada imperfección el origen de los males de las discusiones filosóficas, conjunto de tautologías que enredan a los sabios por no disponer de un modelo de comunicación mejor estructurado. Ese modelo debiera ser la lógica, pero al no poder aplicarlo a lo que está fuera del mundo, a lo no describible, deja sin soporte a las disciplinas no enmarcables en la lógica. Las creativas, por ejemplo.

Que las imperfecciones lingüísticas nos lleven a la confusión de pensamientos es, perdonen la boutade, una idea que comparte perfectamente el aliento poético del hombre, o, por extensión, el hecho de que la vida sea, como decía Oscar Wilde, deseo de expresión. Wittgenstein sufriría al saber que su idea porporciona felicidad por la belleza que supone, la de la connotación, la de la metáfora. Dudo por ello que el Tractatus proponga realmente el mejor modelo para comprender al hombre y al mundo, pero sin embargo, en toda su lógica, lo intuye mejor que nadie.




Un pingüino de Randy Glasbergen en pleno problema lógico filosófico