25 de diciembre de 2018

Fronteras


 

Tenía aparcado este libro hace años y las lecturas vaqueras recientes (Días sin final) e inminentes (Indian Country) me animaron a sacarlo de su confortable estantería. McCarthy tuvo su momento de gran fama hace diez años, cuando le tocaron adaptaciones de películas (All the Pretty Horses, La carretera, No es país para viejos), pero entre su producción más bien escasa, su poco gusto por la vida mediática, y la ausencia de más adaptaciones, parece un poco olvidado. McCarthy practicaba una novela siempre de frontera con altas dosis de pesimismo existencial, fuerte individualismo al estilo pionero estadounidense, en paisajes del Oeste o reminiscentes del Oeste, con la debida violencia que se le supone al género, que muestra con crudeza especial.

The Crossing es novela de frontera desde el título. El cruce de la frontera con México para un chico de New Mexico se hace tres veces, de manera iniciática, y, en principio, más traumática que pedagógica, aunque atesorando en general el valor moral de la aventura, por dura que ésta sea y su enseñanza se tinte de escepticismo. Billy Parham, el protagonista, cruza por primera vez la frontera para devolver a una loba herida y embarazada a las montañas mexicanas; más tarde, para conseguir recuperar los caballos que pertenecieron a su padre; y, finalmente, para encontrar a su hermano fugado de la justicia. Sus empeños no tienen recompensa en ningún caso, salvo que asumamos que lo importante no es el destino sino el viaje, dentro de la estructura férrea que el autor ha dispuesto.

Al personaje nómada, educado y asexual de Billy, McCarthy le construye tres viajes elegíacos destinados al fracaso y en los que pierde sus causas siempre como un redentor torpe; se cruza siempre en interludios de cierta longitud con figuras sedentarias y aparentemente morales (un sacerdote, un ciego) cuyas narraciones escucha filtra sin aparente asunción. Descubre finalmente que su destino de vaquero es la soledad del paisaje y del viaje, pero sabemos también que con veinte años y mientras el mundo se dispone a terminar la Segunda Guerra Mundial, esa vida es potencialmente también una derrota.

 
Douglas, Arizona, en 1945 (vía). No hay coches en The Crossing, una elección obvia.

La parábola de McCarthy es profunda. Se acompaña de un detallismo febril en las descripciones técnicas sobre, especialmente, los animales: cómo se quita el cepo a una loba, cómo se traslada a una loba herida, cómo se cura a un caballo apuñalado, etc… Ayuda esto a la comunión con el paisaje que McCarthy desea mostrar para su joven vaquero fuera de su época, y a la visión naturalista del relato. A Billy, como personaje puro que es, le toca intentar cuidar de los animales, vigilar a la familia, intentar estar atento a los abusos a los más débiles, y, por supuesto, estar destinado a una madurez en solitario, como un viejo pistolero sin causa en una época que ya no procede, probablemente virgen, y en comunión con un sol que sale cada día para todos y sin distinción.

Que no quede sin mencionar que la novela no es apta para todos los estómagos y que incluye algunos de los episodios más violentos que haya leído nunca.

 
Cormac McCarthy (vía)

9 de diciembre de 2018

Y mientras tanto, en Euskal Herria… Capítulo IV



Pretendía terminar con este libro, en modo algo juguetón, lo empezado con Y mientras tanto, en el País Vasco y continuado con Y mientras tanto, en Euskadi (que tuvo capítulo doble). Pero ETA. De principio a fin. Crónica documentada de un relato, no se presta de manera alguna al juego. Es un libro tristísimo y de contenido siniestro, que refleja de manera implacable la tragedia vasca de las últimas décadas, con conciencia de ser un resumen que en 400 páginas no puede abarcar el horror entero.

José Félix Azurmendi fue director de Egin y trabajó después en Deia y EiTB. Su crónica documentada se basa, según dice, exclusivamente en las noticias publicadas por la prensa de distintos signos políticos, (toda la vasca, claro; en los medios nacionales fundamentalmente El País pero también otros como Diario 16), desde noticias de los hechos directos a comunicados, declaraciones y entrevistas, entrelazadas en ocasiones, y en continuidad casi inabarcable. La espiral dramática es narrativamente adictiva, con intensidad realista percutante en el ánimo del lector. He leído párrafos con congoja, sabiendo que esta sangría le niega la nostalgia a mi infancia y juventud, y sabiéndome partícipe de una época y lugar inmorales que soportaremos a bofetadas cada vez que los pasajes del libro recuperen su presencia ante lo selectivamente olvidadizo de la memoria individual. Este torrente emocional no se produciría, creo, sin el talento narrativo que el autor pretende negarse a sí mismo bajo la bandera de simplemente haber recogido, digerido, y proporcionado al lector, un resumen documental.

Alrededor de ETA, el libro necesariamente trata los infinitos temas históricos que me gustaría destacar, pero me quedaré con uno que creo que, desafortunadamente, falta. Ahí están, claro, las escisiones de ETA, los posicionamientos que tanto evolucionaron de Euskadiko Ezkerra, el origen y desarrollo de la coordinadora KAS, las espirales acción-represión-acción y su espejo siniestro y multiplicado de la guerra sucia y los abusos y torturas policiales, las inflexiones sociales y políticas del asesinato de Miguel Ángel Blanco y el secuestro de Ortega Lara, de Hipercor, y del atentado en la T4, la posición de la izquierda abertzale ante los avatares de la política vasca, su incapacidad electoral, los cierres de Egin y Egunkaria, el proceso contra Batasuna, los procesos de negociación entre el Gobierno español y ETA, los presos políticos, etc…

Pero me quedaré con el subtítulo del libro, Crónica documentada de un relato, que subraya la palabra principal que hoy y creo que por mucho tiempo aún se discute en el País Vasco: el relato. Azurmendi obviamente procede del nacionalismo, en una trayectoria que intuiblemente se inicia en la izquierda abertzale y que evoluciona hacia posicionamientos nacionalistas críticos con el mantenimiento progresivo de la violencia. Ya no recuerdo su figura entre la avalancha de nombres de los años de plomo, pero la trayectoria profesional y determinados énfasis del libro lo indican. Estas posiciones no tendrían que suponer necesariamente los modismos molestos, por continuidad y por ausencia, que quiero destacar del libro: primero, la nula consideración hacia la creación de los movimientos civiles antiviolencia y el poco peso histórico que finalmente les proporciona esa escasa presencia; las dos únicas menciones superficiales a Gesto por la Paz, por ejemplo, cuyo nacimiento ni siquiera se refleja, sin constatar la presión a la que sus miembros eran sometidos cuando se manifestaban silenciosamente después de cada muerte violenta, resulta especialmente doliente, pues Gesto sí aparecía en los medios de manera continuada aunque, supongo, poco relatable. Tampoco la violencia de persecución tiene acogida en el libro: el acoso a familiares de personas que habían sido asesinadas, el aislamiento social de aquellos que eran objetivo real o supuesto de la acción terrorista, el exilio de muchos amenazados, o los impactos sociales y económicos del impuesto revolucionario. Cierto es que varias de estas cosas NO se publicaban, y paralelo a ello cierto es que las víctimas del terrorismo y su vivencia al respecto no fueron parte central del relato hasta prácticamente cambiado el siglo, pero la ausencia es significativa y lamentable, dado que el autor, como todos nosotros, conoce perfectamente que formaban parte del día a día. No por ello blanquea el pasado terrorista ni mucho menos crea héroes, pero…

Desgraciadamente, ETA recorre las biografías de mi generación como una maldición que siempre creímos inacabable hasta que llegó 2011 y sucedió que el destino inevitable cambió. Al cerrar este libro terrible se sienten, a la vez, un alivio inmenso y una pena negra.

 
José Félix Azurmendi (vía)


25 de noviembre de 2018

En Portugal

 


Compré este libro durante un viaje vacacional a Portugal y lo leí durante otro. Saramago lo publicó en 1981, cuando estaba retomando su carrera literaria y antes de publicar sus novelas de mayor éxito, aunque enseguida llegaría el Memorial del convento. Aunque sea un libro de viajes, el tono literario y el concepto vital del Saramago novelista ya habita estas casi 700 páginas de pueblos, paisajes, iglesias, arte, ciudades, comida e Historia.

 
Obidos, Castillo

Saramago plantea un viaje de Portugal de norte a sur, recorriendo comarcas del interior al océano y viceversa, empezando con un clima otoñal y terminando en un verano abrasador. Viaja sin intención sistemática ni turística, sino persiguiendo sus intereses propios de amante de los lugares artísticos e históricos, y con debilidad por aquellos lugares que fueron vividos por autores de las letras portuguesas (curiosamente, sin referencia a los grandes espadas de la literatura portuguesa: ni Pessoa, ni Eça, ni Camões). Su juicio es el de una persona culta y conocedora de los estilos artísticos, amante de la Historia, y observador tan irónico como escéptico, tan tierno con lo concreto como pesimista con lo general. Conocedor de que transmite una experiencia personal, utiliza el humor para transmitir el choque entre las realidades que encuentra y la suya propia, y su capacidad metafórica y universalista consigue el milagro de interesar ávidamente a un lector que, como yo, es ajeno a (casi) todo el acervo cultural, folclórico e histórico del país visitado y que apenas puede reconocer algunos lugares concretos que sí ha conocido, algunas idiosincrasias que brevemente ha notado, algunas lecturas y estilos mínimos que ha distinguido; y todo ello gracias a estar visitando Portugal con frecuencia en los últimos tiempos. Así, imagino que el placer de un portugués con esta lectura puede ser supremo.

 
Mafra, biblioteca del Convento

Como buen proyecto de sabio cascarrabias, Saramago enjuicia actuaciones turísticas, actos sobre el patrimonio, o el escaso mantenimiento del mismo, a veces con virulencia. Como buen asceta, gusta más del románico y de los muros de lienzo que de la explosión manuelina o su odiado barroco, de modo que incluso Lisboa, sorprendentemente, no es demasiado de su gusto –aún más sorpresa es que le disguste tanto el convento de Mafra al que dedicó un libro entero-. En su personal análisis artístico alcanza grandes logros, como por ejemplo cuando especula con que las esculturas o azulejos de diferentes épocas de una misma iglesia hablen entre sí, o cuando pide a los dueños de los huesos de la iglesia de Évora que se rebelen ante su injusta situación. Como viajero concreto no tiene reparos en describir su sufrir en la ruta, de la noche en que no encuentra alojamiento a la ruta imposible para llegar a un lugar remoto, con una especial predilección por las dificultades para conseguir que le abran las puertas de las iglesias de los pueblos que visita. Sin duda se producen repeticiones, pero prima la conseguida atmósfera de viajero decidido y esforzado en el conocimiento, y en su descripción con ligereza pero sabiduría.

 
Monsaraz, vista del Guadiana

Un aspecto especialmente encantador del libro afecta a los lectores de Saramago que, como yo, hemos leído antes la mayor parte de sus novelas, escritas sin embargo después del Viaje a Portugal: el libro encierra sin duda el aliento de muchas de las fábulas saramaguianas. Así, la ironía científica con que mira determinadas imágenes religiosas anticipa el espíritu de El Evangelio según Jesucristo; el escepticismo que le producen los tópicos históricos son el reflejo de lo que leeremos en la Historia del cerco de Lisboa; el apartado abrasador del Alentejo remite a Levantado del suelo; y de las constantes referencias fronterizas (desde la primera frase a orillas del Duero, su sermón a los peces) hay apenas un salto a La balsa de piedra. Todas son obras de aquellos años, no he atisbado sombras de sus polisemias más alejadas. 

En fin, un gran libro que a pesar de ser obra de un escritor que ya conocía y admiraba nunca habría leído sin haber conocido a @PalmeiroRicardo. Obrigado, meu amor!
 
 
José Saramago (vía)


4 de noviembre de 2018

Patti, Robert



Éramos unos niños es una autobiografía peculiar, escrita con ternura y bondad inmensas por Patti Smith, y centrada en uno de los episodios de su vida, su relación con Robert Mapplethorpe. La autora hace gala en su libro de una gran sensibilidad poética, siendo como es la poesía la primera y mayor de sus vocaciones, y de la perspectiva que le dan los años, dado que el libro está escrito veinte años después de la muerte del fotógrafo. Desde que supe de la existencia del libro quise leerlo y, cuando las críticas lo ensalzaron, las expectativas aumentaron. Maravillosamente, se han cumplido.

 
Portada de la biografía de Robert Mapplethorpe escrita por Patricia Morrisroe

Una parte importante tiene que ver, creo, con la fascinación que la mitad ingenua mitad satánica figura de Robert Mapplethorpe me supone. Han pasado más de veinte años desde que leí la biografía que Patricia Morrisroe le dedicó. Mapplethorpe fue víctima del SIDA en 1989, y para mí, como joven homosexual atemorizado por el despliegue de la enfermedad en aquellos años armarizados, era ya un icono. Ya conocía que era autor de una obra que bebía de diversas fuentes pero que era profundamente original al registrar cuerpo masculino, homosexualidad y sadomasoquismo con una mirada artística desconocida y en muchas ocasiones censurada. En su biografía vi que además era ambicioso y visionario, pero también de formación ultracatólica y chapero por dinero pero también por placer y como forma de reclutar modelos para sus obras. Patti Smith es obviamente una figura esencial en esta biografía, ya que fueron pareja durante cinco años intermitentes esenciales en los que ambos se formaron artísticamente.

 
Portada del álbum Horses de Patti Smith

Smith es hoy una estrella esencial de la historia del punk (si el punk puede tener estrellas), en el que se inició musicalmente como forma de expresión de su creación poética, con su banda The Patti Smith Group, protagonista de una de las portadas de LP claves del rock (vía fotografía de Robert Mapplethorpe), autora de hits de grandísimo éxito como Because the Night ó People Have the Power, que ahora ha regresado a la literatura, pero que aún gira (no hace muchos años que actuó en la sala Santana 27 de Bilbao) con la fuerza y brillo de las grandes estrellas. Smith y Mapplethorpe formaron una pareja lógicamente inestable, en la que se apoyaban en lo sentimental y personal, y aprendían y maduraban en lo artístico. Mapplethorpe era homosexual y esa tensión imposible desbarató el futuro de una asociación que Smith, por juventud y por carácter, homenajea con cariño y progresión, desde el momento en que proyecta su infancia y adolescencia hasta su viaje a NYC, la casualidad con que descubrió a Robert, y el apogeo cultural que ambos vivieron en el Hotel Chelsea, en el que se alojaron al inicio de los setenta.

 
Patti Smith y Robert Mapplethorpe fotografiados por Norman Seeff (vía)

Éramos unos niños (feliz título que procede de la reacción casual de unos turistas que un día se cruzan con ellos en la calle) es un relato ejemplar en muchos puntos. Recupera en su ejercicio de memoria la ilusión humana, más presente en la infancia y primera juventud, por la imaginación creativa, la búsqueda poética, y cierta introspección artística, capacidades que Smith atesora y desarrolla con facilidad desbordante. También recoge la vida de una comunidad artística esencial en un momento determinado, con alto valor histórico como registro del movimiento cultural del paso de los sesenta a los setenta en NYC, sus influencias y sus relaciones futuras. El libro además muestra una honestidad tan fresca como inesperada, recuperando sin rubor pero con pudor episodios como su embarazo juvenil, el gusto por la prostitución de Mapplethorpe, o el impacto del SIDA. Pero además es un libro muy divertido, inmenso en un anecdotario con todo tipo de cameos locos de famosos que incluyen a Salvador Dalí o Allen Ginsberg, además de los secundarios más esperados como Jim Carroll, Johnny Winter, Sam Shepard, Janis Joplin o Jim Morrison. Smith admite que fue afortunada por todo el talento con que se cruzó y le ayudó a crecer y se sorprende de mirar hacia atrás y descubrir que era una de las portadoras de un ticket ganador. Ella se refiere a su vida larga, 72 años ya y muy por encima de la media de su sector. Pero Éramos unos niños demuestra que su ticket ganador también sirve para su obra.

  
Patti Smith (vía)


14 de octubre de 2018

Octubre

 


Octubre es la narración apasionada y apasionante de China Miéville, escritor británico de novelas de ciencia ficción, sobre los hechos de 1917 en Rusia. Publicada con el impulso del centenario del año pasado, dedica un capítulo a los abundantes y sorprendentes acontecimientos sucedidos cada mes desde febrero a octubre de 1917, especialmente en Petrogrado, capital entonces del país y centro de todos los movimientos políticos esenciales del momento.

Lenin (vía)

La Historia de la Revolución Rusa es sin duda imposible de contar en apenas 400 páginas, pero Miéville triunfa especialmente en el ritmo narrativo impecable que aplica, que entiendo pueda proceder de su dominio narrativo en novela, y que se ajusta excelentemente al acelerón de la Historia que las revoluciones representan y de las que la Revolución Rusa es ejemplo fundamental en el siglo XX. Cierto es que el periodo histórico que escoge es deliberadamente corto: apenas un capítulo prólogo que resume los movimientos previos a febrero, con lógico foco en el intento revolucionario fallido de 1905, y un epílogo necesario ya que desde el asalto al poder de los bolcheviques en octubre hasta la consolidación del mismo todavía pasarán años en que la Revolución no estuvo totalmente asentada.

Soviet de Petrogrado (vía)

Por espacio, es obvio que Miéville no entra en dos de los puntos centrales a estudiar en un libro histórico con este tema. Por un lado, una mayor profundización en los perfiles psicológicos de los protagonistas principales. Los apuntes son escasos para varios protagonistas esenciales hoy olvidados, breves respecto a Stalin, Trotski o Kerenski, y algo más abundantes para Lenin, pero más por el peso de sus apariciones, sus ausencias, y sus textos con sus argumentos volubles en el devenir de los hechos que por interés en su perfil. No hay excesiva objeción a ello dado que la acción se impone a la psicología en la narración en sí. El otro punto central es el ideológico: la distinción entre el rosario de movimientos que florecieron en 1917, algunos de formación anterior, y sus facciones internas, junto con sus consideraciones ideológicas, forma parte de una serie de decisiones esenciales en el relato. De nuevo no son imprescindibles en la narración directa: se entrevén las diferencias entre mencheviques y bolcheviques –Miéville tiene a bien explicar el significado de los nombres, literalmente ‘minoritario’ y ‘mayoritario’, en referencia a un congreso primigenio que dentro del marxismo ruso venció la fracción mayoritaria de Lenin, que se dio ese nombre-, entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, algo menos las de los eseristas, y, en todos los casos, las fronteras entre los partidos cuando sus facciones son de derechas o de izquierdas parecen relativamente asimilables al eje Revolución-Contrarrevolución. Pero, procediendo de un escritor que se define como trotskista, este simplismo en el campo de las ideas es un poco desilusionante y es superado ampliamente por el de la justificación del acceso al poder y su ejercicio.

 
Aleksander Fiodorovich Kerenski (vía)

Es curioso que algunos de los dramas principales de la Historia de la Revolución Rusa que incluso yo estudié en el bachillerato siguen ahí como temas: la escasa preparación de la sociedad principalmente campesina y la imposibilidad (dentro de las mecánicas marxistas) de desatar una revolución proletaria antes que una revolución burguesa o liberal como las francesas de los siglos XVIII y XIX; el conflicto entre el internacionalismo bolchevique y la situación de la I Guerra Mundial con la consiguiente adscripción del ejército a la primera línea de la Revolución. Otros sí son distintos: ni aparece el término comunismo (aún no acuñado), se afronta aunque sin solución si la Revolución es por su propio carácter germen de injusticias incluso mayores que las que denuncia (o, como se lo pregunta Miéville: ¿Lenin lleva necesariamente a Stalin? Él piensa que no, pero cree más que legítima la duda), y se explican procesos creados de alto interés para el devenir social del siglo XX, desde el sufragio femenino a las estrategias políticas de izquierda. Es imposible para cualquier seguidor de la realidad política actual no observar ya en la Revolución de 1917 los procesos con que los partidos políticos se mueven en su lucha por alcanzar sus objetivos. No creo que Miéville sea desconocedor de este aspecto de inmenso valor (que en la Revolución fue convulso por factores que iban de la novedad a la falta de ley y legitimidad claves en los poderes que realmente tenían el Gobierno, los Soviets, o los partidos), y probablemente forme parte de su interés dado el minucioso relato de varios episodios en este sentido.

 
El no tan heroico ni sangriento como se cuenta asalto al Palacio de Invierno (vía)

Octubre transmite como libro una gran fuerza. Miéville tiene simpatía por los revolucionarios, como es lógico, y piensa que no existe fatalismo por definición en la resolución que como proceso histórico tuvo décadas más tarde. Que hay un valor incluso mayor en su impacto histórico: la Historia puede cambiarse, los hombres pueden hacerse dueños de su destino frente a la explotación y vejación continuadas, y ni una monarquía imperial de siglos está a salvo. Siempre he pensado que las revoluciones tienen mejores resultados para quienes no las viven de manera directa, pues sobrevivir a ellas es complejo y los excesos que por naturaleza cometen no se restauran fácilmente. Es probable que sin la Revolución Rusa la relación entre el capitalismo y los avances de la socialdemocracia hubieran sido diferentes. Este es un juicio ambiguo que obvia muchos movimientos históricos habidos en cien años, pero sin la presencia del oso soviético el estado de derecho occidental seguramente habría tenido una formulación diferente tras la II Guerra Mundial. Y si miro hoy a Rusia, lo poco que en verdad sé de ella, lo que escriben aquí y allá, parece que en efecto los rusos aún no han podido realmente beneficiarse de lo mejor que dieron aquellos diez meses de 1917 y aquellos diez días de octubre que conmovieron al mundo.

China Miéville (vía)